Era una tarde de verano, como otra cualquiera y a Ariadna se había despertado de mal humor. Sus padres enseguida lo notaban, y preferían no decirle nada y dejar que poco a poco desapareciera, ya que el mal humor iba con el sueño y no con el carácter. Aquel día no quiso merendar y rápidamente salió a jugar, pues antes de comer y de la siesta había dejado un hermoso castillo por terminar, que ni el sueño ni el hambre le iban a quitar. Con los ojos medios cerrados y las legañas cubriéndole los ojos como telarañas, llego a su hermosa construcción. En medio del césped y al lado de un gran pino se encontraban varias cajas apiladas. Cuatro formaban el primer piso, tres el segundo y dos el tercero, el cual estaba coronado por un cubo, cuya forma de almena coronaba el castillo. Alrededor de las cajas había creado un muro a base de palos que encontró por el campo. Los clavo uno al lado de otro, al principio bien juntos, pero estos se le iban acabando así que los fue separando para poder dar la vuelta a las cajas, mejor dicho a su hermoso castillo. En la construcción de este estaba involucrada toda la familia, pues ya se había en cargado ella. Su padre ayudó a recortar las cajas para crear ventanas, como decía ella para que los que la princesa pudiera ver su hermoso jardín. En una de las cajas inferiores su padre construyó una puerta, que no era levadiza como la de los castillos, pero su función realizaba y esto Ariadna le encantaba.
Una vez hecho estos pequeños retoques en las cajas, le toco el turno a su madre, que le ayudo a forrar las cajas de papel marrón para que parecieran las paredes de un castillo, para que se pareciera a uno de esos que había visto por la tele. Una vez tenía las cajas como ella quería, de la formación del castillo ya se encargó ella, pues de mayor a parte de mil otras profesiones arquitecta también quería ser. No necesitaba que nadie le dijera como tenía que hacerlo, pues en su cabeza el castillo tenía dibujado, y en poco tiempo ya lo tenía montado, antes de la comida y de la siesta. Aun así tubo que dejarlo pensando que luego jugaría con él, aunque antes un nombre le tenía que poner, uno que a ella le gustara, pero lo tuvo que dejar. Ahora después de la siesta allí se encontraba de pie ante su castillo, pensando que nombre le iba a poner. De repente dentro de las cajas le pareció ver algo. Al principio no se asustó, pero cuando vio asomar de nuevo al ratoncito por una de las ventanas un saltito dio hacía atrás. estuvo a punto de gritar; pero este pequeño ser con las patas le hizo señales para que no lo hiciera.
Ariadna no entendía nada, y no era como se había metido dentro de las cajas pues eso era fácil de adivinar, pero que le estuviera haciendo señales con las patitas le pareció algo fuera de lo normal. aún así no grito y mantuvo la compostura. Paso un largo rato mientras los dos se miraban mutuamente a los ojos. Él hizo un giro rápido y se metió dentro del castillo, saliendo y entrando por las diferentes ventanas, mientras hacía giros y volteretas.
Ella empezó a reírse, pero no con una risa cualquiera sino de esas que nacen del corazón, pasan por el estómago y salen por la boca. El ratón se paró de repente y mirando hacia ella le dijo :
—Hola.
La risa se convirtió en miedo, como podía ser aquello, los animales no hablan, solo en los cuentos y aquel no era uno. No sabía si salir corriendo y buscar a sus padres o contestar al saludo, así que tomo la decisión más extraña le devolvió el saludo.
—Hola.
Una sonrisa se dibujó en la cara del ratón.
—Me gusta tu castillo, están bonito y acogedor que me gustaría vivir en él.
—Gracias, pero puedo hacerte una pregunta—dijo Ariadna.
—Las que quieras, mientras yo sepa las respuestas estaré encantado de contestarte.
—Pues aquí va mi pregunta, siempre me dijeron que los animales no hablabais, pero ¿ Cómo es que tu sí ?
El ratón se puso a pensar mientras miraba a todas partes y al final como si hubiera conseguido una respuesta o hubiera meditado en esta dijo:
—Siempre hemos podido hablar, lo que pasa es que solo hablamos con quien queremos y sobre todo con los niños que todavía tenéis eso que llamáis imaginación, cuando os hacéis grandes, olvidáis lo que fuisteis y entonces es imposible hablaros, pues nos veis como seres minúsculos en vuestro mundo de adultos sin tiempo.
Ariadna se quedo pensando y se acordó de sus padres siempre atareados y quejándose de la vida.
El ratoncito movió sus pequeñas patas, para llamar la atención de ella.
— ¿Estas ahí?, por un momento parecía que te habías ido a otro lugar.
—Estaba pensando en lo que dijiste, y no quiero ser adulto y dejar de hablar con los animales.
—Eso no depende de ti —contesto el ratón—ni de mí, sino como la vida te trate y como tu vivas en ella y que nunca olvides y eso es lo más importante que una vez fuiste niña.
Los dos se quedaron mirando y una sonrisa de complicidad surgió de sus labios.
—Todo este tiempo hablando y no sé cuál es tu nombre ratoncito.
—La Verdad es que no soy ratoncito, sino una pequeña ratita que responde al nombre de Lucia.
—Bonito nombre, para una ratita, él mío es Ariadna y esta es mi casa y ese tu castillo.
—Gracias Ariadna por tan bonito regalo, pero ya es hora de despedirse, y de que despiertes.
Aquellas palabras le asombraron, era aquello nada más que un sueño. No podía ser y si así fuera no quería despertar.
—¿Es todo un sueño? — dijo Ariadna entre lágrimas.
—Eso depende de ti, pues siempre que cierres los ojos y me busques allí estaré, y si me necesitas silva en sueños y allí acudiré, pues soy tu ratita amiga.
—No quiero despertar, quiero seguir hablando contigo.
—Lo siento pero tu madre ya está entrando en la habitación. No me olvides y sé niña todo el tiempo que puedas. Adiós.
Noto como una mano se le posaba en el hombro, mientras la movía y decía su nombre. Abrió los ojos y vio a su madre delante de ella con una gran sonrisa.
—Es hora de levantarse, no sea que esta noche no puedas dormir.
Siempre se despertaba de mal humor, pero lo que sus padres no sabían es que aquel día tenía motivos más que suficientes para estar enfadada, pue aunque fuera en sueños no había podido jugar con su amiga Lucia.
Se desperezó y se puso la ropa y como una bala se dirigió a su castillo. a su padre no le dio tiempo de ni siquiera de decirle donde tenía la merienda. Sus padres estaban sorprendidos por la seriedad con la que se había despertado, no era normal para una niña tan pequeña.
Le pidió a su padre un pincel y un bote de pintura pequeño, que ella utilizaba normalmente, y salió al jardín donde se encontraba su castillo.
Ya sabía que nombre quería ponerle a su castillo, pero se dio cuenta de que todavía era muy pequeña y que su caligrafía no era muy buena. así que pensó en llamar a su padre pero este tenía una letra fea, así que la elegida fue su madre, cuya letra era mucho más bonita.
Fue a la cocina y cogiendo a su madre de la mano le dijo:
—Mama, me ayudas a ponerle el nombre a mi castillo—y como no era tonta dijo para convencerla —y después tomo la merienda.
Su madre se la quedo mirando y sin pensarlo dos veces salió con ella.
—¿Qué nombre quieres ponerle?, dímelo y te lo pondré con letras bonitas.
—Quiero que se llame el Castillo de Lucia.
Una sonrisa se dibujó en sus labios, pues sabía que la ratoncita estuviera o no estuviera, fuera un sueño o no lo fuera aquello le agradaría.
Por un momento no sabía si fue por su imaginación o porque sus ojos le engañaban, pero creyó ver a una ratoncita que desde su castillo una sonrisa le hacía.
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